lunes, 11 de agosto de 2008

CUENTO


LEJANAS PLANICIES BLANCAS

I

Cae la noche y algo camina entre las sombras de los árboles. Los ruidos del bosque, tenebrosos, alargados, se combinan con inusitada cadencia. En algún lugar grazna un cuervo negro y su aleteo entre las ramas provoca graves pensamientos a aquellos que, tal vez inadvertidos, osaren pasar por allí a esas horas. Sin embargo, es sólo un cuervo. La noche magnifica la pequeñez, y echa a menos la otrora incuestionable grandeza de los hombres.

La noche cae y, entre las sombras de los árboles, algo camina. ¿Qué habita en el pensamiento del caminante nocturno que vuelve de las lejanas planicies blancas arrastrando las piernas y el alma?

Las lejanas planicies blancas, el lugar más alejado del mundo. De allí vuelve un hombre, con la barba larga y fina, de un color distinto a la barba de su partida. Con el cuerpo lapidado por las piedras del tiempo. Con la cabeza gacha, al igual que el niño reprendido por la persona que más quiere. Así se vuelve de las planicies: como si uno volviera de la muerte. Pero entre la cara torva, la mirada esquiva, el mal ceño, la inexplicable palidez oscura, puede verse, para aquellos que saben ver más que los otros, un tenue halo de conocimiento, y es este un conocimiento nuevo adquirido a través del sufrimiento.

En las manos y los pies de Santiago se abren sendos agujeros. Su cuerpo ha soportado el frío, el hambre y el dolor. De esa forma aprendió a dejar vagar su pensamiento por regiones desconocidas pero que a la vez habitaban en él desde el inicio de su conciencia. Así terminó por saber que cuando uno piensa en algo, ese algo es también la realidad, no ya sólo una imagen o un mero mundo interior, sino un ente concreto. Y ese algo que es real, es un mundo pasible de ser vivido y experimentado, como cualquier otro. Pero estas nimiedades no eran más que una pequeña y humilde florcilla en un jardín tan vasto como la galaxia. Mucho más hubo de aprender Santiago en el camino de regreso a su casa de madera, en los valles más allá de las montañas de Sommers.

II

El cuerpo yacía en la plaza, estremecido por estrepitosos calambres y espasmos. La mujer había caído desde cierta altura, la suficiente para que la luz dejara lugar a la oscuridad. Al principio, nadie le había prestado atención al suceso, pues no muchos frecuentaban la plaza a aquellas horas, y ninguno de los que lo hacía había visto el incidente. De forma que los primeros instantes de la agonía habían acaecido en la más absoluta soledad, la más cruel desidia de los dioses. Poco después, cuando la vorágine de movimientos reflejos casi había cesado, llegaron dos hombres, y tras ellos un grupo de niños que venían de trepar los árboles del templo. Uno de estos últimos, de rasgos hermosos e inquietos, se detuvo paralizado ante la imagen de la mujer moribunda. Sus ojos, sin embargo, no tardaron en levantarse sobre el cuerpo caído para posarse en lo que, para el resto de las personas que allí estaban, no era más que aire y espacio. Él había visto algo que los demás no podían ver, y aquello lo horrorizaba tanto como lo fascinaba, pues no era una imagen hermosa, pero tampoco podía alejar sus ojos de ella.

-El niño nos ha visto- dijo uno de los emisarios, perplejo ante la mirada fija de aquel.

-No es posible- dijo el segundo emisario-. Nadie puede vernos.

El niño seguía con la vista fija en la escena invisible, etérea, que sólo él presenciaba y que ahora tenía lugar a dos pasos del cuerpo de la mujer.

-Míralo- dijo el primero-. Sus ojos nos miran directamente. No puede estar mirando otra cosa. Es a nosotros...

Esta vez el segundo emisario no habló. Forcejeó con algo que pretendía arrancar del cuerpo de la mujer, como si quisiera despellejarla a tirones, ensañado con su propósito, pero sorprendido también por la actitud del niño.

Entonces aquello que los emisarios tironeaban tomó vida y fuerza, y adquirió movimientos propios, tratando de liberarse de las aprensivas garras de aquellos espíritus de la muerte, emisarios de la oscuridad de Kenoak, cuya labor era separar los espíritus de los cuerpos cuando la hija perdida de Pewabic así lo ordenara, aún por encima de la voluntad de Muhak, verdadero señor de los destinos de los vivos. Así era la verdad acerca de la muerte en Eldor: cuando la vida fluía como un ágil río, esa vida era regida por Muhak, y desembocaba en el mar del morir (un poeta lo había llamado así una vez) de forma tranquila, sin apremios, pero cuando acaecía una muerte injusta, cuando una vida joven era arrebatada sin explicaciones ni justificativos, allí estaba la mano de Kenoak, y poco podía hacerse al respecto. Pero algunos sacerdotes de Pewabic, después de ingerir cierta infusión purpúrea, habían soñado que su dios les hablaba y les enteraba de la labor de la voluntad suprema de Pewabic y de cómo aquel había dado la orden de que se engendraran ciertos seres poderosos, capaces de ver la crueldad desatada sobre los hombres y luchar contra ella.

-Apresúrate- dijo el segundo emisario.

-Ya es tarde...- alcanzó a decir el primero.

Cuando el niño cerró los ojos, queriendo así destruir la imagen que por ellos recibía, los emisarios desaparecieron y el cuerpo de la mujer volvió lentamente a la vida.

Aquella tarde el pequeño Santiago le contó el suceso a su tío, que era sacerdote.

III

Santiago, asustado, entró en el templo de la mano de su tío. Hubiera preferido trepar de nuevo los árboles de afuera, pero no lo habían llevado para esa menudencia. En el borde del altar el niño pudo ver de cerca la réplica de la Piedra de las Cenizas, que siempre había apreciado desde lejos y siempre le había apetecido tener entre sus manos. Cuando alargó los dedos para tocarla sintió el chasquido de la mano de su tío en su cabeza. La reliquia no debía tocarse, bien lo sabía.

Dos hombres surgieron desde una puerta casi invisible que se abría hacia un costado del altar. Santiago nunca había reparado en aquella pues siempre había asistido al templo desde la perspectiva frontal. Ahora, caminando entre los adornos y las ofrendas, entre las mismas sillas de los sacerdotes, el lugar le parecía completamente extraño y nuevo, y tal vez un poco menos intimidatorio.

Lo condujeron a través de un pasillo que daba hacia un jardín hermoso y florido, oculto tras los muros del templo. El camino a través del pasillo se le había hecho muy largo y oscuro, como los caminos del bosque cuando cae el crepúsculo y uno debe apresurarse para llegar al pueblo con luz. Lentamente el murmullo de voces había ido aplacándose y a Santiago lo había ganado la sensación de estar caminando solo, sin compañía que lo guiara. Aún así, el camino no ofrecía dificultades, aunque Santiago se sintió mejor cuando la tenue luz que había a su frente dejó lugar a un claro paisaje verde, que era el jardín.

Nadie lo esperaba allí. Tampoco nadie había venido con él por el pasillo. Sin embargo, una sensación de gran tranquilidad, aún para un niño inquieto como él, le ganó el ánimo y se dejó vagar un tiempo indefinible por el lugar. Recordaba cuando, poco tiempo atrás, una horas tan sólo, trepado a los árboles de afuera del templo, había oteado con sus amigos hacia el interior, sin poder ver nada de aquello, ni siquiera imaginarlo. Era como si el jardín estuviese hundido muy por debajo del nivel de la superficie exterior, aunque aquella sensación en realidad no era más que una suerte de juego visual, un ejemplo de la experticia con la que los sacerdotes de antaño habían ideado aquel lugar tan irreal.

Una paz inusual en su espíritu lo había embargado. ¿Qué podía ser aquel paquete al lado de aquel árbol tan frondoso? Se acomodó entre las hojas caídas que hacían las veces de mullido colchón y lo abrió. Encontró una botella con cierto líquido rojo y una fruta del mismo color. Como ya tenía hambre y sed, asumió que aquello era lo natural, y comió la fruta y tomó el líquido. Y durmió.

IV

El mecanismo humano se había activado: el tío se había sobrepuesto a la sorpresa y había comunicado, esa misma tarde, el relato que Santiago le había referido. Enseguida los sacerdotes habían preparado el jardín oculto, la fruta y el líquido, y habían hecho sonar dos campanadas que a nadie llamaron la atención. Las campanadas habían sido escuchadas del otro lado del pueblo, en la posta. El mensajero preparó las paltras y partió hacia Meyras. Allí avisó al Gran Sacerdote Sha de lo que ocurría en Pueblo Stern, y mientras recibía instrucciones precisas acerca de lo que debía acontecer en los próximos días, otro mensajero partía en una nave hacia Phlippas, el pueblo al pie de las Montañas de Sommers. Allí, un mensajero apto para escalar las montañas por el sur y descender de ellas por el norte, debía encontrar, diez días después, al otro Santiago. Y este otro Santiago (¿otro?) debía llegar lo antes posible a Pueblo Stern, y por sus propios medios.

Y eso era lo que entonces estaba ocurriendo.

V

Santiago despertó de un sueño profundo y sereno. Los destellos verdes del jardín se le colaban por los ojos entreabiertos, haciendo que se defendieran con incesantes parpadeos que eran como aleteos de mariposas. Cuando al fin pudo sobreponerse, Santiago vio que a su frente, a unos diez codos, había un hombre sentado sobre un banco de mármol con forma de extraña criatura de leyenda. El hombre escribía algo en un pergamino, y lo hacía con seguridad, sin que la pluma le temblara en la mano.

-Has despertado justo a tiempo- dijo el hombre.

Santiago se acercó. Algo en el otro le resultaba familiar. Sentía dentro de sí una especie de extraña conciencia de que lo conocía, incluso de que algo lo ataba a él. Entonces el hombre comenzó a hablar, y relató a Santiago ciertos sucesos que, a pesar de parecer demasiado complicados para el entendimiento de un niño, fueron escuchados con calma y ansiedad de comprensión.

“Siempre han existido en Eldor hombres dispuestos a dudar de la existencia de un dios que todo lo rija. Yo mismo, amigo Santiago, pertenezco a esa especie, la de los que dudan, los que no entienden la secreta voluntad de los hados. Fui, al igual que tú, educado para creer. Y cuando niño creía que los dioses habían creado Eldor y lo guiaban a través del devenir de los tiempos. Y eran tiempos felices, porque nada de lo que los dioses habían creado quedaba sin explicar. Las lunas brillantes al caer el día existían porque un dios quería que existiesen y que brillaran a esa hora exacta. Y cada hombre y cada mujer vivían porque, que vivieran, era inevitable. Todo debía agradecerse, porque al agradecer se conjuraban las desgracias que pudieran llegar, o al menos se lograba que sólo vinieran desgracias menores, una leve enfermedad, un pequeño contratiempo. Pero un día, Santiago, un día de otoño, la desgracia vino y no fue una desgracia pequeña, ni una que pudiera olvidarse. Y de esa desgracia no te hablaré, porque aún me duele en el alma y sólo recordarla me llena de tristeza. Pero debes saber que fue una desgracia de muerte. Eso cambió mi vida y mi fe en ese dios del que te hablé al principio. Si aquel dios era tan bueno, ¿cómo era posible que pudiera hacer cosas tan malvadas? O, de otra forma, ¿cómo era posible que aquella muerte pudiera, de alguna forma, ser algo bueno? Y después que uno comienza a preguntarse cosas ya no puede detenerse. ¿Cómo era posible que un dios que tenía a su alcance la perfección necesitara de la adoración de seres inferiores para complacerse? ¿Acaso esa adoración era necesaria, o ese dios no era tan poderoso como se pensaba? Por múltiples caminos llegué a la conclusión de que ni ese dios, ni ningún otro, existía. Y deposité en él mi odio, lo que no dejaba de ser contradictorio, pues odiaba entonces algo que para mí había dejado de existir. Descubrí, algún tiempo después, que ese dios, que todos los dioses, sólo debían ser ideas de seres y no seres concretos. Y esas ideas eran producto de los hombres de Eldor y no de ninguna otra cosa. Muy tranquilo con mi descubrimiento, comencé a hablar de ello con las otras personas, que no podían menos que mirar aterrorizadas mi suerte de nueva desidia existencial.”

En este punto, el hombre hizo una pausa. Santiago lo escuchaba con entusiasmo. De pronto, tal vez debido a los muchos días de sueño inducido, su mente era capaz de entender cosas que a los demás niños les hubieran parecido por completo inextricables.

“Fui echado de los templos y de cada uno de los pueblos por los que pasaba. Ninguno quería atraer para sí la ira de los hijos de aquel dios cuyo nombre ni siquiera me dignaba a pronunciar, porque pronunciar el nombre era asumir que había algo que llevaba ese nombre, y eso era mentira. Comencé así a vagar por tierras nuevas, nuevos valles, nuevos ríos. Conocí ciudades enormes y pequeñas, puertos sobre mares, ríos y lagos. De todos esos lugares sólo recuerdo unos pocos. Algunos hombres y mujeres, cuyas desgracias no eran menores que la mía, comenzaron a escuchar con atención mis conclusiones y a compartirlas. Estábamos juntos un tiempo, intercambiábamos nuestro dolor y, al final, nos separábamos con la esperanza de extender nuestro mensaje y nuestro propósito, que no era otro que el de esclarecer las ideas profundamente irracionales de los que creían y veneraban a los dioses. Alguien me habló, lo recuerdo muy bien, de cierto monje proscrito, un tal Theilard de Manners, que había vivido varios decenios antes, pero cuyas ideas no habían sido del todo olvidadas.

“Pero un gran vacío iba gestándose en mi interior, y mi conciencia no lograba escapar a su dominio. Un gran deseo de soledad me acometió. Por un tiempo traté de resistirlo, pero al final aquel deseo se volvió un impulso tan fuerte que decidí alejarme de todo y de todos. Ya ni siquiera aquellos con los que compartía mi convicción me agradaban, porque en ellos veía cierta falta de profundidad espiritual, que no era otra cosa que el mismo vacío que a mí me carcomía. Atravesé entonces las montañas de Sommers y, en los lejanos valles del norte, donde un solitario río sin nombre serpentea por distancias enormes, construí una casa de madera. Había pájaros allí, y ciertas criaturas amigables que yo aún no había visto. Y en los bordes del río crecían hermosos árboles que señoreaban durante el día y se arrodillaban durante la noche. Después de un tiempo comencé a explorar aquellas regiones. Lo hacía durante el día, cuidando de que las noches siempre me encontraran en las cercanías de mi casa, porque no ignoraba yo que en los tiempos de oscuridad existían ruidos extraños que no conocía, y uno siempre recela de aquello que no conoce.

“Un día decidí llegar hasta las colinas que se extendían al este de mi hogar, para lo que sólo tenía que seguir el curso del río. Así llegué hasta el lugar donde habitaban los Eplas, un legendario pueblo de hombres de recia gravedad, cuya habilidad más importante, después de la caza, había sido la de elaborar exquisitas canciones de glorificación a los dioses. De hecho, todas las canciones que yo había cantado cuando era niño, habían sido compuestas por los Eplas, pero yo nunca había imaginado siquiera la posibilidad de que existieran realmente. Sin embargo allí estaban. Y allí estaba yo. Pero había llegado tarde. Uno de los que alguna vez había intercambiado conmigo ideas acerca de lo absurdo de los dioses había pasado un tiempo antes por allí. Los Eplas lo habían escuchado con atención, y ahora las canciones de homenaje ya no se hacían. El pueblo que durante tantas vidas de hombres había sido engañado por una voluntad “superior” ahora veía con claridad la verdad. Aún recuerdo la canción con la que me homenajearon cuando les referí el tenor de mi pensamiento, tan igual al suyo como era posible. Porque ahora sus canciones homenajeaban no ya las cosas distantes de los dioses, sino las pequeñas cosas de los hombres. Y como yo había aparecido por las empedradas laderas de las colinas con fuego en el rostro, y les había parecido un hombre valiente, aquella canción se llamó “La llama en la sierra”, y así decía:

Alza triste la tierra

la llama en la sierra.

Alguien canta, dura,

toda su bravura,

toda el alma pura.

Gime la montaña,

su llanto lo apaña,

lo vuelve maraña,

de rostro perverso,

y son ya sus versos,

ejemplo de un terso,

salitre de llanto.

Lo mueve su canto.

Lo mata el espanto.

“Porque ellos habían adivinado mi desazón y, ciertamente, yo había empezado a adivinar la de ellos. En aquel entonces la idea de que, si bien no existían los dioses, sí existía el espíritu, había arraigado en mi corazón, aunque no todavía en el de aquellos hombres, que si bien otrora habían sido de lo más renombrado, ahora se me aparecían vacuos y faltos de un real entendimiento. Después de unos días con ellos decidí abandonarlos y regresar a mi solitaria casa de madera en el oeste. Había tomado la determinación de internarme aún más hacia el norte, para lo cual necesitaría algunas de las cosas que guardaba allí, no muchas, pero sí algunas de las más imprescindibles. ¿Para qué quería ir hacia el norte? No lo sé, amigo Santiago. Sólo digamos que era inevitable que fuera hacia allí, por lo tanto, aquello debía suceder.

“Emprendí el camino una mañana de primavera, hace ya muchos años. Y gracias a ese viaje, pequeño amigo, hermano, hoy estoy junto a ti diciéndote estas cosas que, por lo que veo, te tienen bastante entretenido. Seguiré entonces mi relato. Me interné en el norte por lugares en los que ningún eldoriano se había internado aún, ni siquiera en las poderosas naves del Imperio, lugares a los que sólo podía llegarse caminando. Poco a poco el paisaje fue transformándose, se fue vaciando ante mis ojos, perdiendo color. Lo rojo, lo verde, lo violeta, lo negro, todo, al fin, se hizo blanco, y sólo había frío y viento. Había llegado a las grandes llanuras de hielo del norte. Aquello era tan frío y vacío como mi espíritu, y yo daba vueltas en círculos por la planicie sin lograr entender qué hacía allí, o quién era, o en qué me había convertido. De pronto una palabra surgió en mi mente. Una sola palabra que, a pesar de mi voluntario silencio, había permanecido atesorada en mi memoria, aguardando el momento correcto para ser de nuevo pronunciada. “Pewabic”, grité con todas mis fuerzas, pero enseguida volví en mí y recordé quién era y qué pensaba. Entonces comencé a reírme con todas mis fuerzas, y si hubiera podido escuchar mi propia risa estoy seguro de que habría escuchado una risa enferma de rabia y dolor por aquella desgracia de mis primeros días. “Pewabic..., dios inútil..., ja..., no existes, nunca has existido y nunca existirás..., pues aquí estamos solos tú y yo, y si quisieras darme una prueba de que existes..., pero es inútil..., ja..., estoy hablando al aire” grité, y sólo así un poco de mi ira se alivió.

“No bien terminé de decir aquello, un pequeño punto apareció lejano en el horizonte. Me quedé absorto, extático, con mi mirada clavada en aquella pequeña forma oscura que venía hacia mí a través de la nívea inmensidad. Aquello, cualquier cosa que fuera, se movía rápido. Sólo podía ser un nordo. Nunca había visto uno, pero en aquel lugar, ¿qué otra criatura podía aparecer? Y era un nordo. El Tigre Blanco de las Nieves. Miré entonces al cielo azul de la galaxia, con más rabia aún. Aquella era la prueba de que Pewabic existía. La prueba de que yo había estado por siempre equivocado y, así, me había acarreado su ira. Comencé a correr con todas mis fuerzas. Corrí durante un tiempo prolongado, pero el nordo se acercaba cada vez más. Era evidente que, antes de que anocheciera, mi vida habría terminado en las fauces de aquella bestia. Podía correr, pero había perdido toda noción de tiempo y espacio, y en mi cabeza sólo giraban pesadas incongruencias. Mi pensamiento estaba reducido a lo mínimo: correr, ya que me había ganado la ira de Pewabic.

“La ira de Pewabic. “Eso es...”, grité jadeando. “Existes, es verdad..., pero eres un dios malvado, vengativo. Como no te adoré, como osé desafiarte, ahora me matarás..., lástima que no haya aquí nadie que pueda ver la perfidia con la que actúas...”. Entonces recordé una canción que una vez, siendo niño, me había llamado la atención:

Leones y tigres van llegando por el prado

Como antaño las bestias siempre hacían

Corriendo tras el curso de sus hados

Sólo vienen por mi voluntad perdida

¿qué, si no estas bestias, robará para mí lo que yo quiero?

Leones y tigres van llegando por el prado

Y en el ruido del rugido traen el fuego

Que convierte en recuerdo lo olvidado

Y con él tiemblan los vivos y los muertos

“El nordo corría detrás de mí a gran velocidad. Cuando yo ya desfallecía, otro punto oscuro apareció en el horizonte, pero esta vez, lo que fuera que aquello era, no era algo grande y, además, estaba quieto. No tenía muchas ideas, así que lo único a lo que atiné fue a correr hacia aquel lugar. Llegué allí justo antes de que el nordo me alcanzara. El punto negro se había ido convirtiendo en una mancha primero, en una forma alargada después y, finalmente, en un fuerte tronco del grosor de mi brazo, con un extremo puntiagudo. ¿Qué hacía aquella especie de lanza en aquel lugar? ¿Quién la había perdido hacía ya cuánto tiempo? Extraños son los caminos, Santiago, por los que debemos en ocasiones comprender las cosas. Cuando el nordo se alzó sobre sus patas traseras para caer sobre mí, no tuve más que apuntarle la lanza al corazón, cerrar los ojos, y esperar que cayera.

“Después que todo terminó, alcé los ojos al cielo otra vez y lloré.”

VI

Santiago, el niño, había escuchado el relato con los ojos tan abiertos como una manzana partida a la mitad. Visiones de montañas, valles, ríos y nordos se entrecruzaban en su imaginación, y un gran pesar le hacía sentir lástima por aquel hombre, que entonces le habló de nuevo:

-¿Sabes...?, mi nombre también es Santiago. ¿Te gustaría viajar conmigo a los valles detrás de las montañas de Sommers? Debes aprender mucho aún antes de que te decidas a utilizar el don con el que Pewabic te ha honrado. ¿Sabes que puedes ver lo malo y luchar contra ello? Claro que lo sabes, pues ya te ha pasado y se lo has contado a tu tío, y de esas cosas estamos todos muy al tanto. Pero todo a su tiempo. Ahora debemos partir juntos hacia lugares solitarios.

Santiago sonrió. Estaba tranquilo y confiaba en aquel hombre redimido, que tenía su mismo nombre.